LA RELACIÓN ENTRE POBREZA Y ESCASEZ DE AGUA es cada vez más evidente en diversas partes del mundo entero, aunque no aún en Colombia, país privilegiado por sus páramos, bosques tropicales húmedos y abundantes lluvias.
Pareciera que tal privilegio nos diera derecho al desperdicio del agua, la tala indiscriminada de bosques, y a la insuficiente protección de zonas estratégicas.
Pese a ello, Colombia sigue siendo un país de aguas abundantes y verde, sea en sus zonas andinas, en el Pacífico, buena parte del litoral atlántico, en los Llanos, o en la Amazonia.
El contraste es evidente en algunas partes de América del Sur, donde en la cordillera de los Andes los habitantes más pobres son aquellos con mínimo acceso al agua. Argentina, un país en el que la densidad demográfica es muy baja (2,8 millones de kilómetros cuadrados para 40 millones habitantes), con uno de los ingresos per cápita más altos de América Latina, maravilloso por el tango, la zamba, Fito Páez y Charlie García, Borges y Sábato, también tiene pobres muy pobres que viven en los lugares más ásperos de los Andes, particularmente del noroeste (Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, Rioja).
Procesos que tomaron millones de años han culminado en cadenas de montañas secas y erosionadas, que se extienden de norte a sur en miles de kilómetros, con paisajes avasallantes por su inmensidad, salares, nevados de seis metros y más, cactus, la soledad y la pobreza de los pocos seres humanos que en el noroeste de la cordillera habitan, excepto en algunos privilegiados lugares (algunos municipios del Valle de los Calchaquíes, especialmente Cafayate, segundo productor de vinos argentinos, Belén, Chilecito, San José de Chájal).
Transitar por el tramo norte de la Ruta Nacional 40 (que va de Abra Pampa, Jujuy, hasta Ushuaia, en la Patagonia) es pasar al lado de miles de avisos de ríos y quebradas secas, en una carretera en la que frecuentemente, en cien kilómetros es posible no ver a nadie y que llega a lugares majestuosos, por la erosión y la ausencia de agua, como el Parque Nacional Talampaya (La Rioja).
Pocos argentinos de Buenos Aires y otras capitales recuerdan o saben que, en el norte de la provincia de Jujuy, tienen compatriotas que tienen entre ocho y diez hijos, que dependen de servicios médicos a varias horas, si no días, de camino, con escasos ingresos de subsistencia y que en su apariencia poco se diferencian de la de humildes campesinos bolivianos, peruanos o boyacenses, aunque a diferencia de los últimos, habitan en lugares prácticamente desérticos. De internet y servicios odontológicos, ni hablar.
Colombia, un país de maravillosos páramos, verdaderas esponjas que absorben e irrigan enormes cantidades de agua, ya da muestras de querer acabarlos. No en vano, activistas en la cumbre de Copenhague le exigían al Gobierno de Colombia responsabilidad frente a los páramos. Somos un país aún privilegiado. Formamos parte de la cuenca amazónica, región que cuenta con 80 mil kilómetros de ríos navegables y mil afluentes principales, decenas de los cuales son mayores que el Rin (Wade Davis, El Río, C.6).
La llave contra la pobreza pasa por el agua. Si la vida es sagrada, el agua también lo es.
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